Haciendonos mayores...

jueves, agosto 20, 2009

Idas y vueltas

Día 2

Madrugamos en nuestro fantástico hotel donde tenemos para desayunar una especie de roscón recién horneado. Corremos a la estación, cogemos el tren adecuado, llegamos a Trieste. Allí, tras desdeñar los baños (¡turcos!) de la estación de trenes, dejamos las maletas en la consigna, y nos dirigimos a la estación de autobuses. Decidimos ir a Duino ese mismo día. Ir a Duino es esencial porque Tera ama a Rilke y nos ha hecho leer sus elegías (esas que escribió en Duino) durante el trayecto. La perdonamos porque el verso ese de "Lo bello es el comienzo de lo terrible, en un grado que todavía podemos soportar" bien merece el desplazamiento. Preguntamos por los buses, caminamos un tanto desorientadas hasta la oficina de turismo, intuimos un Trieste alegre y estival y nos sumergimos en el café Tommaseo. Desde allí ya vamos al autobús que nos lleva a Duino, donde comemos en el bar equivocado antes de penetrar en el castillo.

El castillo de Duino está al borde del mar y es uno de esos castillos donde veraneaban múltiples miembros de diversas familias reales y donde uno comprende muy bien que llegue la inspiración (ay, si yo fuera noble y me pasara los días mirando el mar desde tan privilegiada posición). En el castillo de Duino conocemos a Bruno, que es un chico de seguridad pero que prendado por la belleza de Tera se decide a hacernos (exhaustivamente) de guía. Nos aprendemos varias listas genealógicas, de qué mano a qué mano pasó el castillo, quién invitó a quién y algunas historietas más, como que tras la primera guerra mundial los dueños se tuvieron que cambiar de apellido porque eran austríacos (von Thurn und Taxis-familia monopolera del servicio postal durante siglos, algunos afirman que de ese apellido salió la palabra taxi, porque la gente aprovechaba para ser transportada por esos cochecitos del servicio postal- se convirtieron en della Torre e Tasso), o que al final de la segunda, el castillo quedó en manos de británicos y estadounidenses (dentro del territorio libre de Trieste), y que el pobre dueño (Raymundo della Torre e Tasso) tuvo que irse (simbólica y románticamente) al castillo viejo, unas ruinas en el peñón de al lado. Bruno también nos quiere llevar a un pueblo muy bonito, parecido a Venecia, que hay cerca de allí, pero le explicamos que puede que cierren nuestra consigna (Italia en esto es Europa y cree que la nocturnidad empieza a las ocho de la tarde). Nos paseamos un poco más, tomamos algo para no deshidratarnos, compramos sellos, compramos la cena y nos vamos a esperar el autobús.

El autobús no llega, pero sí lo hace nuestro hombre, que se ofrece a llevarnos a Trieste en coche. Una vez en el coche, se ofrece a llevarnos a la estación y de vuelta a nuestro albergue para dejar las maletas. A estas alturas ya sabemos de qué pie cojea Bruno, nos dice que no es molestia, que no tiene nada que hacer, nunca, al salir del trabajo, y muestra ciertos reparos a que tres chicas viajen así, solas por el mundo. El pobre Bruno, que antes de trabajar en el museo estudió ciencias políticas y fue policía, quiere tener muchos hijos y nos avisa paternalmente de que por la noche tengamos cuidado, que la semana pasada violaron a una chica. Después de tranquilizarle y explicarle que en nuestro albergue hay toque de queda a las doce, descubro (con mucho horror) que dentro de mi funda no está mi cámara. Me pongo muy triste y jugamos a descubrir donde pude haberla olvidado. “Debió de ser en la cafetería....” .Papá Bruno, raudo y veloz, se ofrece a llevarnos de vuelta. A mí me parece abusar, pero él está tan contento de serle útil a una amiga de Tera, que para qué contradecirle. Allá nos vamos de vuelta a Duino, donde mi cámara no está ni en la cafetería, ni en el estanco, ni en el supermercado, pero valoro mucho la actuación de Bruno movilizando a los vecinos. Nos vamos con la cola entre las piernas, de nuevo en el coche, el camino inverso, que ya tan bien nos sabemos. Bruno me pregunta si mi cámara es una nikon, que vio una en la sala de vigilancia y que le pareció raro, que no la había visto antes, pero que había preguntado a sus compañeros y ellos habían dicho que era suya. “Jo, pues será de ellos”, digo yo. (ingenuota). “Mañana te miro y si eso ya te digo algo”.

Una vez llegadas al albergue, dejamos nuestras maletas y decidimos que Bruno bien se merece una coca-cola. Le tratamos de invitar, pero por supuesto, no nos deja pagar.

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jueves, agosto 13, 2009

Llegada a Venecia

Sé que estáis esperando como agua de mayo el relato de mis largas, maravillosas (e inmerecidas) vacaciones. Pero vosotros también sabéis que yo cuando pasan más de un par de semanas (sin escribir en el blog), me pongo nerviosa, me despierto repentinamente en medio de la noche y en mi cabeza sólo aparece una pregunta: ¿Qué elegir?

Así que me veo obligada a ir por orden, a desgranar (mediremos aquí mi constancia) cada uno de nuestros destinos, a re-memorar cada hora, cada minuto, cada segundo, por miedo a que si no lo hago, caigan en el olvido, y mi cerebro mezcle despreocupadamente la catedral de Zagreb con la de Sarajevo.

Día 1.
Tras madrugar valerosamente, Tera y yo nos encontramos en el aeropuerto. Allí, firmemente decidida a convencerme de que viajar con ella será maravilloso, comienza por contarme algún que otro secreto (nota -por si alguien no lo sabe-: no hay nada que me guste más que escuchar secretos). La alegría se desborda por nuestros rostros, porque es el día en el que comienza (oh sí) nuestro ansiado viaje. En el avión, Tera (firmemente decidida a etc etc) accede a jugar a hundir la flota, en lo que será una prefiguración de una actividad recurrente (la de los juegos en los medios de transportes). A punto de aterrizar, vemos Venecia desde el aire, como una islita repleta de agua que se acerca más y más, y más y más, y se pierde cuando ya sólo vemos el aeropuerto (desproporcionadamente pequeño para su nivel de turismo). Cogemos un autobús, y corremos al albergue, donde nos está esperando Raquel ansiosa, porque no la hemos avisado de que el avión salió con retraso. Hablamos con la dueña -hiperamable-, vemos nuestra habitación, que nos parece de lujo (efectivamente, será la mejor que tengamos), y decidimos arreglarnos un poco para ir a conocer la gran ciudad. Cojo la llave para abrir mi maleta pero el candado está roto. Trato de forzarlo con una horquilla y la cruda realidad muestra mis incapacidades. Yo ya me imagino durante 10 días cargando con una maleta que no puedo abrir, durante 10 días sin cambiarme de bragas y saliendo en todas las fotos con la misma ropa, cuando ellas me explican pacientemente que podemos buscar un cerrajero. Llegamos al cerrajero, que me riñe severamente por comprar candados chinos, y me explica que a partir de ahora sólo candados italianos. Me rompe mi candado, yo puedo abrir mi maleta, y siento que sólo con eso mi felicidad ya es completa.

Por supuesto, el sol brilla en lo alto, y la gente sonríe por la calle. Todo es fantástico. Cogemos un vaporetto que nos lleva por el Gran Canal, donde quedamos extasiadas ante tanta belleza. No hay un sólo edificio que no merezca la pena mirar, aunque el síndrome de Vigo pronto le aparece a Tera, que dice que se siente intimidada ante tanta perfección. Mientras pasamos ante montones de palacetes renacentistas yo reflexiono sobre el hecho de que Venecia era el destino que menos ilusión me hacía. Mucha gente me había dicho que decepcionaba y yo me lo había creído. Pues bien, debo decir que no es cierto. La belleza acecha por las esquinas, y puede que consideréis que la belleza está reñida con la vida, con lo real, pero ese es un pensamiento de infelices.

El vaporetto nos conduce a la Plaza de San Marcos, que admiramos siguiendo la guía top 10. Después callejeamos, y Raquel (que en dos días ha aprendido mucho) nos conduce a una plaza donde el día anterior había visto una fiesta. Llegamos a la plaza y la fiesta continúa. Aquí debéis prestar atención, votamos por unanimidad éste como uno de los tres momentos estelares del viaje. La plaza está llena de mesas de madera y sillas, las sillas están llenas de personas que comen y beben en alegre algarabía, los italianos se mezclan naturalmente con los extranjeros más exóticos y en uno de los chiringuitos conseguimos unas costilletas churruscadas, patatas fritas y una pasta blanca muy extraña, típica, que tratan de hacernos creer que es como de arroz pero que no lo es en absoluto. Tras mancharnos las manos (y el vestido) hasta límites insospechables (y no sólo insospechados), nos dirigimos a la parte de atrás de la plaza, donde está... ¡la verbena!. La verbena está animada por una orquesta que nada tiene que envidiar a la París de Noia y que resulta mucho más entrañable por estar protagonizada por unos cantantes ya entrados en años. En el centro de la pista de baile, un grupo de setentañeros baila complicadas coreografías al son de los exitazos musicales italianos que los de atrás (aunque parados) corean. Algunas parejas mayores también bailan (con pasos dignos de Mira quien baila), cuando decidimos mimetizarnos. Poco a poco vemos que ya no somos los únicos jóvenes, y el eclecticismo de los presentes refuerza el encanto de las verbenas populares. Llegado un momento, y ante el evidente asombro que sus trabajados pasos producían en nosotras, una viejecilla toma de las manos a Raquel y trata de enseñarle cómo se baila una canción. El aprendizaje se institucionaliza, y el cantante talludito nos anima a ponernos en filas tras los señores mayores tratando de seguir sus pasos. Dicho y hecho. Los de las filas de atrás nos chocamos unos con otros mientras ellos continuan, ajenos a nuestra inoperancia.

Cuando nuestras piernas no soportan más emociones, decidimos coger el autobús y volver a casa.

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