Haciendonos mayores...

martes, septiembre 29, 2009

16 lagos y 92 cascadas

Cuando empezamos a planear las vacaciones, vislumbrando Italia, y planteando una rápida excursión a Croacia, no podía quitarme de mi mente las imágenes de aquel documental sobre parques naturales con cascadas de aguas verdecristalinas. Pero la ficción es normalmente mejor que la realidad (digan lo que digan), porque en la ficción no hay un dolor de garganta, ni hambre, ni nada que te impida apreciar la belleza a tu alrededor.

Así que allí me vi yo, situada en el lugar al que tanto deseaba ir y sin ser capaz de pensar en mucho más que el autobús de vuelta. Y eso que el día comenzó inmejorablemente con un señor autobusero gritándonos en precario inglés que llegábamos tarde y que era la tercera vez que pasaba por nuestra calle (mientras nosotras corríamos de un lado a otro por la recepción del albergue, empeñadas en pagarlo todo). Se superó cuando, llegadas ya al parque, el señor autobusero se encaró con la pobre Raquel, que no había entendido si for terti significaba 16:20 o 16:30, preguntándole de malos modos para qué decía nada si ella no sabía inglés ¿?¿?¿?

Después entramos, observamos que hacía calor pero no demasiado, que la majestuosidad (permitidme un tono hiperbólico) de los lagos era tal y como aparecía en la tele y emprendimos el paseo por los caminitos de tierra o madera previamente señalizados. Vimos enormes lagos verde sulfuro –el sulfuro es amarillo, pero a mí es lo que me sugerían- desde las alturas para después descender y meter nuestras manos dentro (prohibido bañarse). Cogimos un barco por el lago mayor y paseamos entre árboles y nuevas cascadas -pues el poder erosivo del agua hace que en Plitvice la orografía nunca sea idéntica-. Me detenía de vez en cuando, convencida de que uno de los mayores aciertos de dios todopoderoso es esa fina lámina de aparente cristal que se forma el agua poco profunda antes de las cascadas.

Pero mi dolor de garganta se hacía insostenible y mis caramelos no solucionaban mucho. Y un dolor de garganta en casa es una fantástica excusa para tomar zumo de naranja o leche con miel, pero allí era esa cosa exógena que me está fastidiando este fantástico día. Me puse un poco irritable, sí, pero todo mejoró tras comer y tras aprender nuevos datos sobres los lagos Plitvice. Allí murió la primera víctima de la guerra serbo-croata, cuando militares serbios mataron a los guardas del parque y convirtieron esa zona apartada en un útil gran cuartel militar (era un parque nacional ya desde principios de siglo con múltiples hoteles y restaurantes que reconvirtieron en barracones). Los serbios amenazaron con volar los lagos, según leí después, aunque de eso allí no nos informaron.

De vuelta en Zagreb cogimos rápido nuestras maletas para ir rumbo a la estación, a vivir una de las noches más excitantes de nuestras vidas: el viaje en tren a Sarajevo.

Etiquetas: ,

jueves, septiembre 24, 2009

Escultura croata


Zagreb tiene un problema (además de con la falta de marcha nocturna) con la duplicación de nombres. Así que tras meternos en el albergue del economato la noche anterior, acabamos desayunando en un sitio que según mi guía era lo más, pero que simplemente compartía el mismo nombre (y nisiquiera contaba con croissants). Tras el desayuno, nos dirigimos a la información de turismo donde nos convencieron (yo ya lo estaba, las convencieron a ellas) de que valía la pena visitar los lagos Plitvice.

Callejeamos por bonitas y empinadas calles que nos llevaban a la parte alta de la ciudad. Vimos un mercado de flores, buzones decadentes, una curva de carretera llena de peticiones religiosas y completada por una pequeña capilla abierta o una iglesia con un original tejado lleno de colores. Descubrimos, en suma, una bella ciudad provinciana, con calles empedradas y casas homogéneamente conjugadas. Con el sol brillando en lo alto, aspiramos fuerte el aire de la tranquilidad.

Y sobre todo, conocimos a Mestrovic, que, a juzgar por nuestras experiencias posteriores, es el único artista que existe en el país (las ciudades están llenas de esculturas de Mestrovic). Lo conocimos en su atelier, donde sus esculturas están acompañadas por imágenes en las que los estudiantes de bellas artes de la universidad local emulan las poses. Mi primera impresión, es que los estudiantes de bellas artes no son como aquí, ya sabéis, amantes del nudismo y la provocación (¿exagero?). Una madre que acoge en su seno desnudo a su querido hijo, se convierte, en la imagen actual, en una chica con jersey de cuello alto sujetando a metros de distancia, más separando que sujetando, al chico que hace de hijo. Y así en todas las imágenes.

Pero lo que interesan no son los estudiantes (que además cuidan el museo para evitar que hagas más fotos de las tres que están permitidas en el jardín – y no te atrevas a extralimitarte-) sino el propio Mestrovic, que tiene bellísimas, intensas y expresivas esculturas de crucifixiones, pacientes Jobs, o bellas mujeres con niño. Un fantástico descubrimiento. Diría que no comprendo que no sea tan famoso como Rodin, pero quizá lo sea y yo lo ignore, y quede fatal.

Después de comer, visitar un apacible cementerio y tratar de encontrar alguna postal decente (aquí también pondré una sucursal de mi empresa postalera), tratamos de dar un paseo por las calles más lúgubres de la ciudad (quizá el que fuera domingo ayudase), para finalmente descubrir que había un Zagreb que aún ignorábamos, lleno de terrazas, de gente charlando, de puestos de artesanía y de modernidad. Eso sí, una vez que salimos de esa calle, volvimos a los parques oscuros, enormes parques oscuros que pueblan la ciudad de Zagreb y hacen intuir un invierno peligroso y desangelado (que probablemente tampoco se corresponda con la realidad, pero a quién le importa).

Etiquetas: ,

domingo, septiembre 20, 2009

Miramare

El tercer día nos levantamos con una buenísima noticia (Bruno, el genial Bruno, el incomparable Bruno, había recuperado mi cámara) y con una mala: el calor bochornoso del día anterior había dado paso al diluvio universal. Aunque esperamos un rato en el albergue, las miradas nerviosas oteando el horizonte, decidimos que no podíamos perder la mañana de esa manera, y nos aventuramos en la calle con unas sandalias (así los pies secan antes) y sin más protección que un gorrito de playa. El plan para ese día era visitar el castillo de Miramare, que estaba muy cerca de nuestro albergue (quince minutillos por una carretera sin techo alguno, al lado del mar, que se nos hicieron eternos mojadas y tirando de nuestras pesadas maletas).

Al llegar a Miramare pensamos en re-desayunar -algo muy típico para nosotras- pero nos dijeron que la cafetería quedaba en medio del parque, ah, no, no, mejor morirse de hambre que ser vapuleado a la intemperie. Decidimos, por lo tanto, tomarnos tooodo el tiempo del mundo para ver el castillo (como mínimo, como mínimo, hasta que dejase de llover). El castillo tenía dos plantas: en la de abajo se disponían todas las habitaciones de Maximiliano (ese principe ingenuote, que, como nos relató Raquel -experta en linajes hitóricos, y que no sabemos bien porque recaló en el periodismo cuando su vocación era tan clara-, no optaba a trono alguno en Europa, pero en México, hacia 1860 y resueltos a convertirse en reino, le ofrecieron una plaza como rey que él aceptó -cómo decir no a semejante oportunidad, su mujer estaba loca de contento- para ser asesinado dos escasos años después. Pobre Maximiliano!). En la planta de arriba nos contaban la historia del insigne aviador y héroe local –pero fascista, no nos despistemos- Amedeo d’Aosta.

La mejor habitación, sin duda alguna, era el comedor de verano. Una habitación enorme cuyos ventanales daban a la escalinata que bajaba al mar. ¿No creéis que eso es la felicidad? ¿Tener en vuestra casa una escalinata que baja al mar sin tener que pasar por una playa atestada de niños que gritan, jóvenes que te amenazan con una pelota y entrañables viejecitos que pasean por la orilla?

Cuando dejó de llover, y tras las fotos de rigor por el jardín (y el re-desayuno), preguntamos donde podíamos coger el autobús. Las instrucciones no eran muy claras y tras subir a través un parque (con las maletas todavía rodando a nuestras espaldas, aunque la mía con una parte menos de su estructura -gracias a dios lo que se cayó no fue la rueda-), y caminar kilómetros y kilómetros -no es una hipérbole- por una carretera, vimos algo que parecía ser una parada de autobuses.

Preguntamos a unos amables señores que nos indicaron que el autobús que estaba parado iba en dirección al centro de Trieste, les enseñamos nuestro ticket y nos dijeron que con ese no, que necesitábamos uno de los otros. Entonces uno de esos amables señores entró en el autobús pero la autobusera le dijo que con ese ticket ella no nos podía llevar, y que en el autobús no se vendían tickets, que había que comprarlos en el centro de Trieste, que todo eso no era asunto de ella y que ni se nos ocurriera subirnos al autobús. Tristes como ranas, empezamos a preguntarle a todos los presentes donde podíamos coger un bus con nuestro ticket o donde podíamos comprar tickets (en el centro de Trieste, oh, bien). Entonces, tres chicos nos enseñaron un bono. "Tenemos de sobra, entrad". Cuando rebuscamos en los monederos para darles lo que les correspondiera, se negaron en redondo, riendo alegremente y contándonos que ellos (dos de ellos) eran rumanos pero vivían en España. Que España estaba guay. Que ellos vivían entre Burgos y Logroño. La chica nos dijo, que ella ya podía entender el español antes de venir a España, gracias a las telenovelas (hablar con gente de Europa del Este que ve telenovelas es la mejor defensa del cine subtitulado que pueda haber). Que además, pensaba que en España los hombres eran como esos que salen en las telenovelas, morenos, fuertes y atractivos. Que estaba muy emocionada con la perspectiva de irse a España pero que cuando llegó... ¡Menuda decepción!

Ya en Trieste, dejamos las maletas en consigna, y nos dispusimos a conocer la ciudad, pero era necesario comer primero, y nuestro bus salía a las cinco, y debíamos ir a un cyber también, para ejecutar nuestro cambio de ruta y cancelar algunos albergues. Así que de Trieste vimos, más o menos, lo mismo que el día anterior. A las cuatro y pico volvimos a la estación de autobuses donde yo empecé a ponerme nerviosa. Bruno salía de trabajar a las cuatro de la tarde y mi bus partía a las cinco y él traería mi cámara y ay, y si no le daba tiempo... A cinco minutos para salir, desde la ventanilla, vi a Bruno buscándome y corrí, corrí como alma que lleva el diablo a su encuentro. Él me dio la cámara, y pobre, deseaba algo más, me preguntó dónde estaba mi amiga Tera. Yo señalé al autobús y él agachó la cabeza, nos deseó feliz viaje y se fue.

Cinco horas después (y tras aprender que las mejores áreas de servicio son las de Marché, colores vivos, zumos de frutas, comida sana y bella) llegamos a Zagreb. En realidad no eran aún las diez de la noche pero todo daba un poco de miedo. Las calles oscuras (nunca podré entender que en Europa prefieran que violen y maten gente a contaminar un poco más el planeta), la ausencia de gente, nuestro trayecto, que discurría paralelo a las vías de tren -que son bellas pero siempre algo tétricas- y sobre todo, el viejo albergue, que cuenta con el mismo nombre del nuevo, en el que nos metimos por error, y donde había muchas tablas, habitaciones a medio derruir, y un economato (que impresionó mucho a Raquel), nos hicieron, tal vez, llevarnos una impresión muy romántica pero poco acertada de Zagreb.

Tras dejar las cosas en el albergue nos dirigimos a conocer la noche zagrevina. Tomamos un café, miramos a la gente pasar y decidimos ir a bailar. Recordaba un nombre de mi guía pero poco más, así que preguntamos a una camarera, que para indicarnos, tuvo que mirar el periódico, a ver que sitios existían. Curiosamente, me dio el mismo nombre que mi guía, así que pensamos que sería un sitio muy famoso y salimos a su encuentro. La sala de baile no era muy grande, y allí nos divertimos bailando canciones pasadas de moda -pero entrañables- hasta que empezaron a llegar los chicos - y Tera empezó a sentirse un poco agobiada, porque en vez de hablarle de cosas interesantes sólo querían besarla-. Dijo que no acababa de sentirse en una capital, que el ambiente de ese bar era como el ambiente de Tui, y tuvimos que darle la razón. No es que el ambiente de Tui tenga nada de malo, sólo que nos esperábamos otra cosa.

Etiquetas: