Tradicionalmente, yo siempre llegaba a los aeropuertos con tres horas de antelación. Si aún no podía facturar me sentaba sobre mi maleta (eso era en tiempos en los que aún no te cobraban por la maleta) y veía a la gente pasar, y llegar, y besarse, y llorar y marcharse. Si ya podía facturar, me deshacía de la maleta, pasaba el control de seguridad, me enfadaba (especialmente en Barcelona) y después compraba la Cosmopolitan o El País, en función de la imagen que me atreviese a dar ese día. Esperaba apaciblemente, comiéndome un bocata de tortilla.
Pero un buen día pasó algo, no recuerdo bien el qué. Quizás fue un atasco, quizá un suicida en el metro o puede que tan solo (es lo más probable), un despiste. Ese día, llegué corriendo, empujé a varias personas, me planté delante del mostrador de facturación, miré el reloj y suspiré aliviada: “uff, aún faltan dos minutos para que cierren”.
Desde ese momento ya nunca he conseguido hacerlo mejor. Perder un avión es una de mis pesadillas recurrentes, porque sé que es algo que se espera de mí, y ser como creen que eres da mucha rabia.
Así que este miércoles, me encontraba inmersa en ese proceso (correr y empujar), cuando llegué a la estación de Sants desde la que debía coger un tren que salía en cuatro minutos y que debía llevarme al aeropuerto (y si cogía el siguiente tren ya no llegaba a mi vuelo). Intenté meter mi ticket del metro en la máquina, para poder pasar, pero me dijo que el ticket no era válido. (De acuerdo, pensé yo, si los compro de diez en diez (bono de diez viajes), me los cobran como transporte urbano, si intento comprarlos de uno en uno, tengo que comprar uno
especial que me cuesta el doble). Pero no tenía tiempo para despotricar, así que corrí a las maquinillas que te venden los tickets. Delante de mí había un inútil (en realidad, sólo era un extranjero despistado), que sacó sus monedas una y otra vez, cambió el destino, y ay, no se decidía, y yo mientras poniéndole mala cara como si fuera culpa suya que yo no hubiera salido veinte minutos antes de casa.
Al fin se fue, era mi turno, marqué el aeropuerto, me salió el importe: 2’80 euros. Saqué mis monedas, empecé a meterlas antes de contarlas (tan inútil como el extranjero precedente), pero no había manera, no me daba. Anulé la operación. Cayeron mis moneditas. Lo probé con la tarjeta, no funcionaba.
“Pues nada, pensé yo, me voy a sacar dinero al cajero y ya cogeré un taxi”.
En ese momento, una chica de la cola, se acercó a mí y me dijo: ¿Cuánto te falta?. “Un euro”, respondí yo, “no deja, me falta más, no te preocupes”. Pero ella me dio un billete de cinco euros (le di la vuelta tras comprar mi ticket, no os creáis), le repetí una y otra vez “gracias” efusivamente, y me lancé escaleras mecánicas abajo justo a tiempo para coger mi tren, mi avión, para ser una persona respetable.
Y me quedé pensando que no está nada bien tener el “Libro de las Afrentas”, y no tener el “Libro de las alabanzas”. Cuando lo construya, se lo voy a dedicar a esta chica anónima, y al (también anónimo) hombre que me invitó al cine cuando el gilipollas del taquillero (los libros de alabanzas y de afrentas están muy próximos en realidad) se negó a dejarme pasar para que pudiera pedirle el dinero a mis amigas, que ya estaban dentro.
Etiquetas: Aeropuertos, alabanza, Libro de afrentas