Públicos entregados
Yo había renunciado al concierto de Joaquín Sabina desde que vi el precio, pero el destino no sabe de condicionantes materiales, así que a pesar de mi reciente desidia musical me vi con una entrada –gratis- en la mano porque el legítimo propietario decidió, tras escuchar el último disco, que canciones tan malas no merecían su presencia.
Llegué, con mi prima, cinco minutos antes de que empezara, y nos sentamos en diagonal. Quedé encajonada entre una pareja de dieciochoañeros y una familia que incluía a mamá, a papá, a la niña y a la tía. Antes de que Sabina apareciese, sonó una de sus canciones, y la gente ya comenzó a gritar, a aplaudir y a hacernos a todos partícipes de su alegría. Yo – que no iba preparada para la acción, sólo para la recepción- observé asombrada al público. Más asombrada aún cuando llegó Sabina y un gesto mínimo, un movimiento inesperado, un “boas noites” cosechaba una emocionadísima ovación. Tanto (pero tanto) entusiasmo me puso tierna. Comencé a contemplar a la gente con cariño, a aquella pareja que bailaba cada tema, a las chicas que hasta coreografiaban sus movimientos (las manitos para la derecha, las manitos para la izquierda, las manitos para la derecha...). En mi vida vi yo tanta pasión gratuita (y era mi cuarto concierto de Sabina), y entendí al instante de que hablaban los periódicos cuando decían que el público estaba entregado. Lamenté profundamente estar afónica y ser completamente inútil para hacer cuadrar mis palmas con las de los otros, y sobre todo, estar sumida en un estado melancólico de “oh dios, cómo me gustaban estas canciones, y cuanto tiempo ha pasado, y apenas recordaba esta letra ...”.
Hasta que el señor que tenía al lado me sacó de mi apatía. El papá de la familia, que era un sobrio, que no había hablado con ningún miembro de su familia, ni había aplaudido cuando los demás aplaudían (y sólo tímidamente cuando finalizaban los temas) se puso de pie en Princesa, y venga a gritar y a mostrar cuanta sangre tenía en las venas. Y me dije, si él puede, no seré yo menos, y venga a gritar y a mostrar cuanta sangre tengo en las venas.
La pareja post-adolescente, sin embargo, me decepcionó. A pesar de que no paraban de fumar, me hacían gracia, él con su bombín y ella con sus ojos repintados de negro, y dándose esos besos tan lentos, y abrazándose para corear juntos –cómo nos entedemos, cómo ponemos el énfasis en las mismas palabras- las primeras canciones (las que no conocía nadie), y después... poco a poco... desvaneciéndose... sentados cuando todo el público estaba de pie, callados cuando todo el mundo se desgañitaba.... demasiado jóvenes, quizás, para entregarse dos horas enteras, o –simplemente- para conocer las canciones que valen la pena.
Llegué, con mi prima, cinco minutos antes de que empezara, y nos sentamos en diagonal. Quedé encajonada entre una pareja de dieciochoañeros y una familia que incluía a mamá, a papá, a la niña y a la tía. Antes de que Sabina apareciese, sonó una de sus canciones, y la gente ya comenzó a gritar, a aplaudir y a hacernos a todos partícipes de su alegría. Yo – que no iba preparada para la acción, sólo para la recepción- observé asombrada al público. Más asombrada aún cuando llegó Sabina y un gesto mínimo, un movimiento inesperado, un “boas noites” cosechaba una emocionadísima ovación. Tanto (pero tanto) entusiasmo me puso tierna. Comencé a contemplar a la gente con cariño, a aquella pareja que bailaba cada tema, a las chicas que hasta coreografiaban sus movimientos (las manitos para la derecha, las manitos para la izquierda, las manitos para la derecha...). En mi vida vi yo tanta pasión gratuita (y era mi cuarto concierto de Sabina), y entendí al instante de que hablaban los periódicos cuando decían que el público estaba entregado. Lamenté profundamente estar afónica y ser completamente inútil para hacer cuadrar mis palmas con las de los otros, y sobre todo, estar sumida en un estado melancólico de “oh dios, cómo me gustaban estas canciones, y cuanto tiempo ha pasado, y apenas recordaba esta letra ...”.
Hasta que el señor que tenía al lado me sacó de mi apatía. El papá de la familia, que era un sobrio, que no había hablado con ningún miembro de su familia, ni había aplaudido cuando los demás aplaudían (y sólo tímidamente cuando finalizaban los temas) se puso de pie en Princesa, y venga a gritar y a mostrar cuanta sangre tenía en las venas. Y me dije, si él puede, no seré yo menos, y venga a gritar y a mostrar cuanta sangre tengo en las venas.
La pareja post-adolescente, sin embargo, me decepcionó. A pesar de que no paraban de fumar, me hacían gracia, él con su bombín y ella con sus ojos repintados de negro, y dándose esos besos tan lentos, y abrazándose para corear juntos –cómo nos entedemos, cómo ponemos el énfasis en las mismas palabras- las primeras canciones (las que no conocía nadie), y después... poco a poco... desvaneciéndose... sentados cuando todo el público estaba de pie, callados cuando todo el mundo se desgañitaba.... demasiado jóvenes, quizás, para entregarse dos horas enteras, o –simplemente- para conocer las canciones que valen la pena.