Haciendonos mayores...

miércoles, noviembre 25, 2009

Públicos entregados

Yo había renunciado al concierto de Joaquín Sabina desde que vi el precio, pero el destino no sabe de condicionantes materiales, así que a pesar de mi reciente desidia musical me vi con una entrada –gratis- en la mano porque el legítimo propietario decidió, tras escuchar el último disco, que canciones tan malas no merecían su presencia.

Llegué, con mi prima, cinco minutos antes de que empezara, y nos sentamos en diagonal. Quedé encajonada entre una pareja de dieciochoañeros y una familia que incluía a mamá, a papá, a la niña y a la tía. Antes de que Sabina apareciese, sonó una de sus canciones, y la gente ya comenzó a gritar, a aplaudir y a hacernos a todos partícipes de su alegría. Yo – que no iba preparada para la acción, sólo para la recepción- observé asombrada al público. Más asombrada aún cuando llegó Sabina y un gesto mínimo, un movimiento inesperado, un “boas noites” cosechaba una emocionadísima ovación. Tanto (pero tanto) entusiasmo me puso tierna. Comencé a contemplar a la gente con cariño, a aquella pareja que bailaba cada tema, a las chicas que hasta coreografiaban sus movimientos (las manitos para la derecha, las manitos para la izquierda, las manitos para la derecha...). En mi vida vi yo tanta pasión gratuita (y era mi cuarto concierto de Sabina), y entendí al instante de que hablaban los periódicos cuando decían que el público estaba entregado. Lamenté profundamente estar afónica y ser completamente inútil para hacer cuadrar mis palmas con las de los otros, y sobre todo, estar sumida en un estado melancólico de “oh dios, cómo me gustaban estas canciones, y cuanto tiempo ha pasado, y apenas recordaba esta letra ...”.

Hasta que el señor que tenía al lado me sacó de mi apatía. El papá de la familia, que era un sobrio, que no había hablado con ningún miembro de su familia, ni había aplaudido cuando los demás aplaudían (y sólo tímidamente cuando finalizaban los temas) se puso de pie en Princesa, y venga a gritar y a mostrar cuanta sangre tenía en las venas. Y me dije, si él puede, no seré yo menos, y venga a gritar y a mostrar cuanta sangre tengo en las venas.

La pareja post-adolescente, sin embargo, me decepcionó. A pesar de que no paraban de fumar, me hacían gracia, él con su bombín y ella con sus ojos repintados de negro, y dándose esos besos tan lentos, y abrazándose para corear juntos –cómo nos entedemos, cómo ponemos el énfasis en las mismas palabras- las primeras canciones (las que no conocía nadie), y después... poco a poco... desvaneciéndose... sentados cuando todo el público estaba de pie, callados cuando todo el mundo se desgañitaba.... demasiado jóvenes, quizás, para entregarse dos horas enteras, o –simplemente- para conocer las canciones que valen la pena.



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lunes, noviembre 09, 2009

El túnel-museo


Nuestro último día en Sarajevo comenzó tarde y con un desayuno que quisimos típico, por lo que pedimos una especie de churro que no sabía a churro y que era demasiado blando y grasoso. Pero era típico, y cuando estás fuera, eso es lo único importante.

Después, y tras las múltiples alusiones de Jack a una guerra que aún no entendíamos del todo, decidimos pasar la mañana (antes de coger nuestro autobús a Dubrovnik) en el tunnel museum, esto es, un túnel que se excavó durante la guerra de la ocupación para conectar el Sarajevo ocupado con el aeropuerto y la Bosnia libre, y que ahora sirve de museo. Dicho túnel se sitúa a las afueras de la ciudad, cerca del aeropuerto, por lo que buscamos entre la información turística qué autobús nos llevaría tan lejos. Era necesario hacer un trasbordo, en Ilidja.

Así que en Ilidja nos bajamos del autobús y nos encontramos con una plaza muy bulliciosa y llena de gente, y repleta también de autobuses que salían desde diferentes andenes. Pero el autobús que teníamos anotado parecía no seguir el camino deseado, y mirábamos paneles y más paneles llenos de autobuses que llevaban a sitios y más sitios que desconocíamos. Tratamos de preguntarle a una señora cómo llegar al lugar que deseábamos pero no hablaba nada que no fuese bosnio. Le señalamos un papel en el que teníamos escrito el nombre de la calle a la que íbamos y comenzó a hacer aspavientos y a asentir con la cabeza, antes de escribirnos un número en el papel, pero no, entonces dudó y lo tachó y le preguntó a un señor que nos quiso hablar en alemán, pero nosotras no sabemos alemán y entonces el señor le preguntó a otra señora, que se encogió de hombros y de repente se había montado un bello debate en bosnio sobre (supusimos) qué bus debían coger esas chicas extranjeras que parecían tan perdidas. Decidí ir a preguntar a una especie de oficina, y no había nadie, pero después un señor me gritó y resulta que sí, que el autobús era el primero que nos había dicho la mujer, y fui a esperar al andén y nos confundimos de andén y entonces la señora nos tocó el hombro y nos señaló el autobús, y justo cuando íbamos a subir advertimos, rápidamente, una mujer que pasa a nuestro lado. Ella no nos ve, pero es la señora de los ojos azules, la señora del hijo rubio y del hijo moreno, que se nos escapa para siempre sin que hayamos entendido su historia.


Bajamos del autobús en una especie de pequeño pueblo. Sopesamos si el autobusero podía habernos mentido al decirnos que bajáramos allí antes de encontrar una calle larga con el nombre del lugar que buscamos. Al final, en una casa vieja y desconchada una placa recuerda la gran labor que prestó esa familia al permitir que el túnel comenzase en el interior de su casa. Enfrente, el museo, al que se entra bajando la cabeza para no golpearla contra el techo. Los visitantes sólo podemos ver los primeros metros del túnel, que tiene 1'60 m de altura, 1 kilómetro de longitud, y que los bosnios atravesaban (sabremos después) con 60 kg de peso a la espalda (habría que aprovechar las incursiones para traer grandes provisiones de material). En una salita, nos muestran imágenes de bombardeos sobre Sarajevo y de la contrucción y uso del túnel.

En el exterior, un guía del museo explica en inglés el origen y el desarrollo de la guerra. Que se trató de un conflicto político y no social, que Yugoslavia fue un gran país durante la época del Mariscal Tito y que Tito era un gran dirigente (no esperes jamás que un ex-yugoslavo te hable de Tito en términos de dictador), que tras la desaparición de Tito, surgieron grandes divisiones en Yugoslavia, que en Serbia residía ya el poder de la antigua Yugoslavia (la capital, el 80% del ejército...) y que surgió Milosevic, que reivindicaba una gran Serbia. Tras la muerte de Tito los diferentes países de la zona comienzan a pensar en la autodeterminación y Eslovenia se independiza, de forma pacífica. En Bosnia, se aprueba un referéndum para independizarse, tras eso, la mayoría de los serbios se van y sólo quedan allí el 30%. La guerra comienza en Croacia, y en Sarajevo piensan que nunca llegará allí, que hay demasiados matrimonios mixtos, que no es sostenible. Pero llega.

En Bosnia no hay ejército profesional, y las colinas que la circulan parecen poner las cosas fáciles al ejército serbio. Sin embargo, Sarajevo resiste, y el guía insiste de nuevo en que eso se logró sólo gracias a la unión de toda la gente. Llegan las Naciones Unidas que se hacen cargo del aeropuerto y de un hotel, que se convierten en los únicos sitios seguros de la ciudad, pero no hacen más (señala nuestro guía con mucha acritud). Tiempo después, cuando se firman los acuerdos de Dayton, Naciones Unidas dice que si ven algún gesto extraño por parte del ejército serbio, intervendrán. Una vez que intervienen, la guerra termina en un mes. ¿Por qué no intervinieron antes? ¿Por qué esperaron tanto?, se pregunta el guía. Nos explica que es porque Naciones Unidad sostenía que se trataba de una guerra civil, pero nos explica también que eso no era verdad.

Luego otra chica nos explica la génesis de la nueva bandera bosnia (asépticamente propuesta por Naciones Unidas para no herir ninguna sensibilidad, pero con la que los bosnios no se identifican y que consideran artificial), y el tipo de armamento utilizado durante la guerra, justo antes de que miremos el reloj y exclamemos: !Vamos a perder nuestro autobús a Dubrovnik!

Corremos a por un taxi, corremos a por las maletas y llegamos justo a tiempo de comprar un bocata y coger el autobús, que nos lleva por carreteras bosnias al lado de un río, entre montañas, antes de llegar al mar (después de parar en la estación de Mostar, donde tanto nos gustaría ir a ver su puente). En la costa, la carretera sigue cada uno de los accidentes de la geografía, convirtiendo una distancia de 50 km como mucho en un trayecto de un par de horas.

A la llegada a Dubrovnik percibimos una ola de calor que nos recibe con toda su pegajosidad. En Sarajevo debía hacer unos 25 grados. En Dubrovnik casi 15 más. En la estación de autobuses nos reciben también miles de mujeres que ofrecen habitaciones. Cuando llegamos a nuestro hostal, lamentamos enormemente no habernos ido con ellas. No es que el hostal sea el peor del mundo, es que la señora que lo regenta ha tenido malas experiencias y afirma en el baño (que por lo demás es el baño de su casa) que si nos atrevemos a coger algunos de sus utensilios la rabia de dios caerá sobre nosotros (y lo verá a través de una camarita que ha puesto para descubrir tales fechorías...¡pervertida!).

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viernes, noviembre 06, 2009

Las laderas de las montañas

Cuando acabamos de comer nuestro cevapi es cuando advertimos que el hombre que está en la mesa de al lado nos mira y se ríe, nos mira y se ríe, antes de dirigirle la palabra a Tera (visiblemente enamorado) para decirle en rudimentario italiano que es la primera chica española rubia que ve. “No debe de tener mucho mundo”, pensamos nosotras. Pero no es así, ha trabajado en Francia, en Bélgica, en Italia (después sabremos que la cifra oficial de paro bosnio ronda el 45%), y hasta ha tenido un romance con Carmen, una mujer de algún lugar de Castilla y León.

Como es el primer bosnio que conocemos así, tan en profundidad, le damos conversación. A pesar de su extraño aspecto, su mochila reventada y sus repentinas risas. Le preguntamos qué tal es vivir en Sarajevo y qué es lo que más le gusta de la ciudad, y enseguida se ofrece a enseñarnos todo lo que valga la pena. Nosotras nos miramos, y dudamos: “Vamos hacia la mezquita”, le decimos. Él cree que es una gran idea, y nos acompaña, y nos informa de que Sarajevo es la única ciudad en el mundo que cuenta con una iglesia ortodoxa, una católica, una sinagoga y una mezquita en menos de 400 metros cuadrados. Por supuesto, visitamos cada una de ellas, mientras nuestro nuevo amigo, que se llama Jack, alaba la mezcla existente en la ciudad.

Pero después se pone un poco más triste para explicarnos que la gente no tiene ningún problema, que los problemas los tienen los políticos y que incluso ahora se viven situaciones que le parecen absurdas como el tener tres presidentes , o injustas, como que los serbiobosnios tengan derecho a pasaporte serbio, los bosniocroatas tengan derecho a pasaporte croata (serbios y croatas no necesitan visados para entrar en la Unión Europea en visitas de corta duración) y que los bosniacos sólo tengan pasaporte bosnio a diferencia del 50% de la población.

Nos pasea por la ciudad y es difícil obviar los malos tiempos. En el mercado, critica duramente al ejército serbio que lanzó dos bombas que causaron muchísimos muertos, “todos civiles, gente que venía a buscar qué comer, gente que trataba de sobrevivir”. Nos cuenta que él nació en Serbia, pero siempre vivió en Sarajevo. Que se quedó durante la ocupación, y que claro, los que estaban dentro eran todos iguales, fueran serbiobosnios o bosniacos. También nos cuenta que la única forma de resistir era estar todos juntos, ayudarse mutuamente, y suena a alguna película llena de buenas intenciones, a alguna frase recurrente sobre que la guerra saca lo peor pero también lo mejor del ser humano. Todo lo que me sugiere proviene de la ficción. Así debe ser.

Tras visitar la zona más austrohúngara llegamos a un parque donde hay un monumento a los niños que murieron durante la guerra, y donde comienzan las tumbas. Las tumbas están por todas partes, porque al estar sitiados, no tenían donde enterrar a los muertos. Los enterraron en los parques, en los alrededores del estadio olímpico, y en cada pequeño terreno sin edificar. Todas las lápidas muestran fechas de muerte de entre 1992 y 1995. Jack se siente incómodo, nos explica que se trata todo de gente joven, llena de vida. “En cuatro años todo se llenó de muertos, muchos amigos... en todas las familias se perdió a alguien”.

El parque está justo al pie de una colina y Jack nos informa de que podemos subir y conocer la residencia de estudiantes donde vive (Jack ya ronda los 40), y la pizzería que quiere comprar. Nos habla entusiasmado del proyecto, de cómo va a colocar las mesas, y de qué va a servir. Entretanto, nos adentramos por un barrio residencial que bien podría ser Coia. Los niños juegan al fútbol en las plazas que quedan entre los edificios, y pasamos varias tiendas de alimentación. Tras empinadísimas cuestas (en Sarajevo no puedes salirte un milímetro del centro sin subir una montaña), llegamos a su residencia. Nos muestra su habitación, que nos deprime bastante, y nos habla de que el año pasado hubo una erasmus española. Cuando acaba de ducharse vamos al bar de la residencia que hace también de cyber. Sólo hay un grupo de chicos a los que saluda entusiasmado mientras ellos nos miran con perplejidad.

Después cogemos un taxi porque estamos derrotadas. Vamos a la colina que queda cerca de nuestro hotel, desde allí, se ven unas vistas fantásticas de la ciudad de Sarajevo, solo enturbiadas por la ristra de lápidas que llena la ladera.

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