El equilibrio obligatorio
En Londres hablo con mi amiga Raffaella. Raffaella es italiana, va a cumplir 27 años, es bióloga y se ha ido a Londres de chica aupair. En Italia le ofrecieron hacer un doctorado en nosequé universidad: "pasarme la vida en un laboratorio, quita, quita", me explica. Ahora es feliz, dice, pero no es una felicidad que pueda compartir. Trata de evitar a esos compañeros de primaria que la buscan en el facebook y le preguntan: "ala, estás en Londres,¿en qué estás trabajando?".
Porque ella es feliz, insiste, pero sabe que lo que hace empieza a dejar de estar bien. Habrá muchos de sus compañeros muertos de envidia mientras se afanan duramente en progresar en la vida, pero al menos podrán ser iconos del éxito. Porque ya se nos ha pasado el tiempo de las aventuras y deberíamos haber alcanzado el tiempo del compromiso. Porque ella es feliz, pero eso no es suficiente para sentirse bien.
Por el momento Raffaella cuida a dos niños de seis y ocho años. Sus padres son altos directivos de grandes empresas. Salen de casa a las siete de la mañana (los niños aún en la cama) y vuelven a las once (los niños ya en la cama). Disfrutan juntos del cricket durante los fines de semana y jamás tienen amigos cenando en casa (o en todo caso esa fue la respuesta cuando le pregunté porque en una casa tan grande no había una mesa para más de cuatro personas).
Me acordé entonces de la directiva sobre la jornada laboral de hasta 65 horas (aún no aprobada). Escuchando a unos y otros debatir sobre los defectos y virtudes de dejar que la gente trabaje 12 horas al día si así lo desea (o si siente que no le queda otro remedio, pero trataban de confundir los términos para lograr mayor apoyo popular) le pregunté a una chica inglesa qué opinaba ella de la directiva (su país defiende apasionadamente la ausencia de restricciones). Ella decía que claro, que era un tema sensible, y que creía que dependía de diferencias culturales. Que en Francia o en Bélgica, por ejemplo, la gente valoraba mucho su tiempo libre, su familia e incluso no hacer nada. Pero que para los ingleses, su vida consistía en su ocupación (o al menos es lo que le da sentido) y que era una putada no poder aprovechar tu ausencia de vida personal y tu predisposición al trabajo para ganar más dinero sólo porque una ley te lo impide.
En todo caso no debemos engañarnos, la vida quizá vaya más allá de lo útil pero la pereza revolucionaria es la autocomplacencia de los inmaduros.
Etiquetas: Inglaterra, trabajo