Pedro y el lobo
Truena y relampaguea. Si fuéramos jóvenes, jóvenes de verdad, nos apresuraríamos a subir las persianas, correr las cortinas, abrir la boca como ante los fuegos artificiales de las fiestas de Bouzas. Dividíamos a la gente (¿o sólo lo hacía yo?) en aquellos a quienes les gusta la tormenta y aquellos que le tienen miedo, colocándonos orgullosos en el primer grupo (proclamando que los que no sacan ningún placer de lo sublime desmerecen nuestra consideración –¡pero son tan necesarios para establecer la comparación!-).
Llueve, truena y relampaguea y no le hago ni caso. Mi terror se ha desplazado sigilosamente hacia otro lugar y ya no puede depararme ninguna satisfacción. Hace un par de semanas que en el corcho de mi portal pende el aviso (un par de semanas en las que duermo mal): Sed sigilosos. Han robado a cuatro vecinos. Ante cualquier ruido extraño, llamad a la policía (nacional, autonómica, o local).
Como de la precaución a la paranoia solo media un paso, zozobro en la frontera. Mi teléfono suena y en cuanto cojo, cuelgan. En la casa de abajo se oyen martillos, golpes secos y hasta algún (no puede ser, no) disparo. La luz va y viene intermitentemente. No puedo llamar a la policía ante cualquier ruido. No me dejan llamar al médico ante cualquier síntoma. Tienen que ser reales. Así que vivo atemorizada ante mi irremediable inacción. Cuando lleguen los ladrones, los dejaré actuar tranquilos. Al día siguiente pesará sobre mí la conciencia como una losa. ¡Y quiera dios que no haya heridos!
No llamaré, no llamaré, no llamaré nunca. Siempre apriorísticamente avergonzada ante la posibilidad de que al llegar, me expliquen que los ruidos sospechosos eran del viento cuando sopla con fuerza en las ventanas.
Etiquetas: miedo