Haciendonos mayores...

lunes, febrero 25, 2008

M. en Bruselas (V)

El lunes M. debe irse y nos despertamos un poco tristes porque ya queda poco. Nos dirigimos al Atomium donde nos pasamos todo el día. Debo decir que me sorprende positivamente. No sé si por ir con M. que está totalmente enamorada (mi bello átomo, la entiendo murmurar a veces entre sueños) pero la verdad es que considero que vale la pena. Entrar. Meterte en cada una de las bolitas. Admirar las vistas explicadas. Ver la exposición del señor ese que hace mesas de tres patas y muebles prácticos. Intuir tras el cristal las esferas de los niños (que vienen a ser unas camas redondas).Subir por las escaleras futuristas. Tomar un bocata de marisco. Admirar las faldas de las trabajadoras atomianas. Sin embargo, me cuesta recordar el edificio con cariño después de lo de las multas y los derechos de autor, así que pasemos a otra cosa.

Plaza Santa Catherina, último paseo por el centro, cuarto y último delicioso goffre de chocolate (ya con mucho más estilo, sin apenas mancharnos), y volvemos a casa. Y debemos dirigirnos, con pesado paso a la estación. Y coger el tren al aeropuerto. Y pensar en escribir algo para no olvidarnos. Y despedirnos.

¡Qué ganas del reencuentro en Copenhague!

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sábado, febrero 23, 2008

M. en Bruselas (IV)

Tras tres horas de reparados sueño, nos levantamos para conocer Brujas (ella para conocer, yo para re-conocer). Escuchamos un gran grupo alemán en el tren y después le pregunto como se dice bata, y presente y futuro en alemán. (Entre las cosas que M. hace bien está la de hablar alemán, pero no se lo pregunto por puro placer, a M. le espera un examen en cuanto llegue de Bruselas). Desembarcamos en la estación, y vemos bicis y más bicis y más bicis. Y una fuente también. Y sol.

Entramos en varias tiendas de corazones y sanvalentinadas. Yo me reafirmo en mi decisión de comprarme una de esas sartenes para que el huevo frito quede con forma de corazón, vieja decisión para la que no acabo de encontrar momento. Llegamos a la plaza principal y parece que ya apetece comer. Hamburguesa y frites en un puesto callejero y nos sentamos al sol en mangas de camisa (de jersey, más bien). Qué sol, qué alegría, qué casi calor.

Paseamos por esas calles llenas de coherencia, casitas de ensueño y decorados digno de película de amor. Cogemos una barquita incluso, redomadas turistas. Después vamos a por el tercer goffre, pero es muy caro, no es especialmente rico, no nos limpian bien la mesa y no nos sonríen. Quienes sí nos sonríen, más bien, carcajean, son una pareja que tenemos enfrente, totalmente subyugados por el bolso-regadera de M. M. se ha comprado un bolso con forma de regadera, no pude hacer nada para impedirlo!! (miento, miento, sabes que me parece original, jeje, vale, venga, y me gusta). M. les indica donde cree que está la tienda para que puedan ir a comprarse otro igual, pero no estamos muy seguras de que sean las señas adecuadas.

Paseamos un poco más, sacamos más fotos, y es de noche y no hay nadie por la calle. Los turistas se han ido, y Brujas, la pobre, queda abandonada (no intentéis testar la marcha nocturna de Brujas, yo lo hice una vez, y gracias que encontramos una excursión escolar con dulces jovencitos regaladores de rosas, que si no...). Volvemos completamente derrotadas al tren. Nos dormimos. Cancelamos una cita para cenar, sólo queremos meternos en la cama. Pero entre que llegamos a casa, cenamos y tal y cual, nos reanimamos y decidimos tomar un café por ahí, en el bar que quería introducir en el libro de las afrentas, pero que tras una muy oportuna explicación de A, perdono.

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jueves, febrero 21, 2008

M. en Bruselas (III)

El sábado debemos madrugar para ir a hacer el programa (madrugar son las 10 o las 11, nada especialmente doloroso, pero tened en cuenta que debo trabajar TODOS los sábados a las 13h). Le he propuesto a M. que en la sección de viajes nos hable de Berlín, y M. nos sorprende a todos con una descripción que ni las guías de viaje, coherente, ordenada, completa y apropiada. Trato de no deprimirme mientras reflexiono sobre por qué algunas personas lo harán todo tan bien y otras todo mal, pero gracias a dios, llega una entrevista que tengo que hacer en francés y tratar de hablar correctamente hace que no pueda pensar en tonterías.

Salimos y hace un sol magnífico. Paseamos, pensamos en comer rápidamente en la estación de Midi (goffre número 2) y coger ya el metro hacia el Atomium. Llegamos el Atomium a las 17.45 y cierra a las 18.00, decidimos volver el lunes. Sacamos fotos y más fotos que (uf, menos mal que nos avisaron) nunca podremos colgar y nos dirigimos a la Basílica de Koekelberg, el segundo edifcio art decó más grande del mundo (toma esa). En cuanto entramos, cierran la puerta, y nosotras no logramos encontrar otra salida. Aprovechamos para espiar una exposición de Da Vinci que no tendremos tiempo de ver, antes de que nos expulsen del lugar.

Después de cenar quedamos con A. También conocida como la chica verde manzana verde, y nos dirigimos al centro. Un poco de Delirium (para que M. pueda ser una buena asidua), un poco de bar sin nombre y llegamos a un sitio turbio que nos da miedo. Algunos hombres se acercan suciamente (es peor que el Apolo de nuestros años mozos! –aclaración para compostelanos-) y nosotras tenemos que desplazarnos varias veces para no pegarnos con nadie. Sopesamos cambiarnos de sitio pero en ese momento ponen un, dos, tres, un pasito palante Maria, y nos emocionamos mucho. M. empieza a bailar con un montón de chicos (bueno, en realidad no baila con un montón, pero un montón hacen cola –pobres ingenuos- para bailar con ella). Yo me entusiasmo ante la Polaroid de un finlandés que se dedica a hacer fotos y regalárselas a la gente (o eso afirma él). Debo entusiasmarme más de lo que procede porque de repente está arrodillado frente a mí, con una anilla de llavero en las manos pidiéndome en santo matrimonio. Algún despistado de los alrededores se cree que está en serio y me cuchichea, pero no seas así, mujer, dile ya que sí. Yo ardo en deseos de decirle a alguien “llevo años esperando este momento”, pero como se supone que una debe casarse exclusivamente por amor, le digo que no. M, A, y yo continuamos bailando mientras una espontánea nos saca a bailar por turnos. Más tarde llega L. con algunos amigos, pero no aguanta mucho. Nosotras decidimos esperar a que abra el metro (yo bastante sorprendida de mi aguante, oh, M. eres una inyección de vitalidad!).


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M en Bruselas (II)

Llegamos por fin al destino número 2: la plaza Jeu de Bal, donde se despliegan miles de objetos viejos e inútiles, ropa (hasta sotanas, M. quedó impresionada, “anotar como sitio básico para todas las visitas” me dije yo), discos y postales escritas hace cuarenta años. Mientras M. me miraba censuradora, yo temblaba completamente subyugada por el poder de esos mensajes atemporales, de esas imágenes raidas, de esos álbumes llenos de fotos en blanco y negro de una familia que ahora estaban aquí, a la venta.

Por su parte, mientras yo la miraba entre escandalizada y sorprendida, M. se puso a revolver entre camisetas de transparencias, escotes y extrañas aberturas. El vendedor, atento a mi cara de profunda desubicación, me enseña la camiseta más transparente de todas mientras repite ¿no te gusta? ¿no te gusta? ¿no te gusta?. No, no me gusta, pero él trata de convencerme de que a mi marido le va a volver loco. Yo le explico que no, que mi marido tiene buen gusto, y que no me voy a comprar esa cosa, pero no nos entendemos muy bien. Me explica que habla francés como un bebé, y yo le explico que yo no voy mucho mejor encaminada. M. aparece con una camisa transparente y escotada (pero muy bonita,eso sí) que se compra.

Caminamos felices bajo el sol con sus bolsitas (yo creo que ya os he explicado el estado completamente aconsumista en el que me quedé tras la reflexión que supuso tener que envíar doscientos paquetes en la última mudanza) y llegamos al centro. Ahí la alegría se podría haber enturbiado mientras buscábamos comida a horas demasiado españolas, pero el sol, y el año nuevo chino (y hasta un pequeño dragón) lo impidieron. Terminamos en un ¿tailandés? donde la camarera nos recomendó preparar nuestro pollo al nosequé suave, pero no fue capaz de seguir sus propias recomendaciones. Agua, agua y más agua. Después, el primero de una larga serie de goffres de chocolate. ¡La felicidad es esto! Pensamos (al menos yo, pero seguro que M. también) mientras tratamos de borrar de nuestras caras las huellas siempre indecentes del éxtasis.

Abandono a M. porque debo trabajar un rato. M. se dedica a fotografiar corazones. Bruselas no es sólo la ciudad en la que menos gente desemparejada hay , si no también (y consecuentemente) una de las ciudades más cursis los días previos al 14 de febrero.

M. me viene a buscar al trabajo y descansamos un rato en casa, pero enseguida debemos ir a cenar, y al Delirium (el bar del que M. se hizo asidua en un solo fin de semana), donde nos unimos a L. y sus nuevos amigos. Nos lleva L. después a su bar favorito: Café central, del que habla inevitablemente todos los sábados en nuestro programa (porque hay un ciclo de cine alemán en él). De noche allí se baila, y eso hacemos hasta que estamos demasiado cansadas y sólo pensamos en volver a casa. Como aún no son las tres (hora a la que se acaba el fantástico servicio de transporte nocturno de Bruselas), decido que podemos coger un bus, y le hago esperar media hora en el sentido contrario y otra media hora en el sentido adecuado. El busero, que ya nos conoce de la parada errónea, levanta efusivo la mano.

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lunes, febrero 18, 2008

M. en Bruselas (I)

Yo quería hablaros de cómo resultó al final la manifestación (fantástica, fantástica) pero el tiempo ha corrido demasiado y resulta que ya no procede.

Os hablaré, pues, de algo más reciente e igual de fantástico: M.

M. no tiene nada que ver con la canción de los piratas ni con el asesino de Dusseldorf (primer dato de importancia). M. es aquel personaje tan querido por todos nosotros que conocimos en las crónicas de Berlín (en realidad, yo, unos 15 años años antes). M., que se sabe las normas de cortesía, decidió corresponder a mi visita berlinesa con una visita bruseliense. Yo, que no me las sé, la recibí sin cartelito de wielkomen (en este caso bienvenue –perdonen los flamencos-), sin conversación en el tren y sin nada de nada. Yo la recibí desde el teatro (así organizo yo de bien mi vida) y en mi lugar envié una representante de verde manzana verde.

Así que cuando llegué a casa ella ya me estaba esperando, con caramelos y un bello poster berlinés. Cenamos, conversamos (ahora sí) e hicimos planes. Dormimos profundamente (no queráis saber cuantas noches llevaba yo sin dormir) y nos levantamos demasiado pronto dispuestas a conocer toda la ciudad.

Mientras M. sacaba fotos yo la conducía tratando de que (ella) no advirtiese con que aprensión trazaba yo el camino que había memorizado el miércoles anterior. Conseguimos llegar sin pérdida al Palacio de Justicia donde la fiebre de las fotos ya se desató. Allí, en el hall, señores y señoras vestidos con negras togas hablaban despreocupadamente con gente vestida al estilo paisano. M. y yo visualizamos rápidamente nuestra próxima empresa turística: alquiler de trajes jurídicos.

Bajamos en un ascensor de cristal y casi nos perdemos. Pregunto, sin embargo y pronto accedemos a la calle que nos llevará a nuestro destino número 2. La calle, por lo demás, resulta demasiado atractiva y entramos en una librería donde nos compramos una revista de viajes que habla precisamente de nuestro destino de este verano (aún en modo piloto). La librera (libros viejos de segunda mano, madera, librera entrañable con gafas, cuánto romanticismo) nos instruye sobre la división del establecimiento. Antes toda la literatura en lengua francesa estaba junta, pero los propios clientes pidieron que la literatura belga contase con su propio apartado. ¡Idea acertada! Pienso yo, tras descubrir (mediante ese sistema) que Marguerite Yourcenar es belga (quizá no lo sea, pero en todo caso, la consideran). De ahí pasamos a una tienda de abalorios donde decidimos iniciarnos en el arte de crear nuestras propias joyas (con desiguales resultados).

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