Haciendonos mayores...

domingo, octubre 25, 2009

Paseo por Sarajevo


Sarajevo es una ciudad... extraña. Si llegas a la estación de trenes, o a la de autobuses, no ves nada parecido a una ciudad alrededor. Crees imposible estar en una capital, aunque sea una de 400.000 habitantes. La ciudad está completamente rodeada (completamente) de montañas, así que, además de comprender a la perfección lo fácil que es sitiar una ciudad como esa, te preguntas dónde estan los edificios, porque en las montañas sólo se divisan casitas separadas, como aldeas en las laderas.

Una vez que te adentras por la única vía que parece verse, rodeada de altos edificios llenos de impactos de bala, pasas a una zona de edificios más bajos y repleta de cafés, similar a cualquier ciudad autro-hungara. Más allá, la ciudad, en su centro histórico, se dispersa de manera irregular, con casas separadas y bajitas, dispuestas a modo de pueblo, con minaretes oteando el cielo, con comercio bullendo en cada calle, en un tipo de ciudad que no sabes definir, porque no has estado nunca en un lugar similar.

Nosotras empezamos nuestra visita visitando el Museo dedicado al atentado de Sarajevo, ese en el que murió Francisco Fernando y originó el comienzo de la Primera Guerra Mundial. El museo, realmente, no merece el euro que cuesta, porque es una salita con algunos objetos de la época, fotos de los protagonistas y un documental sobre el asesinato en cuestión. Pero sirve para averiguar cosas que uno no sabe y para ver imágenes reales del asunto. ¿Qué averigüé? Que había un complot en el que participaban SIETE anarquistas no muy preparados que, confiando poco en sus posibilidades, se situaron en siete puntos diferentes del trayecto que Francisco Fernando haría en su visita a Sarajevo. Uno de ellos, le lanzó una bomba, pero Francisco Fernando, avispado como era, la cogió con sus propias manos y la desvió fuera del vehículo antes de que explotase –haciendo que murieran las personas que iban en el segundo coche de la comitiva-. “Uf”, debió de pensar, “me he salvado de esta por poco. Ahora ya puedo estar tranquilo”. Por lo que continuó paseándose por la ciudad, hasta que, en el puente Latino, pasó por delante de Gavrilo Princip, quien, esta vez sí, fue capaz de disparar al archiduque en el cuello. Debéis leer la historia completa, porque creedme, su cúmulo de despropósitos es reseñable.

Después fuimos a tomar un café a un bello palco de música, a dar una vuelta por una zona menos cuidada, llena de iglesias y de mezquitas, y a un lugar donde había que rezar ante siete hermanos asesinados en algún siglo remoto para cumplir deseos, como uno de los pedigüeños que estaban delante nos contó en un muy correcto francés (si alguien recuerda mejor la historia que la comparta conmigo). Delante de una Iglesia ortodoxa, una mujer llena de arrugas y de ojos azul brillante, nos coge a Tera y a mí del brazo y trata de decirnos algo. Señala el pelo de Tera, rubio, y el mío, moreno y masculla algunas palabras en italiano. Nos habla de sus hijos, nos enseña sus fotos, uno rubio y otro moreno, que están o estuvieron o quien sabe, en un hospital militar. No entendemos qué nos quiere decir, pero su cara es tan expresiva que nos cuesta irnos de allí.

Buscamos una librería, porque no podemos estar allí, viendo los impactos de las balas en los edificios, viendo las obras en la Biblioteca Nacional, sin entender que pasó allí entre 1992 y 1995. Tera compra un libro que se escribió en medio de la guerra, un manual de supervivencia donde aprende cómo iban al mercado a comprar raíces o que el deporte nacional consistía en correr por las calles para no morir en una explosión. Mientras tanto, yo ojeo mapas y guías, y una información que ya me había contado una amiga que viajó por aquí, que cuando fue el sitio de Sarajevo, turistas alemanes e italianos pagaban al ejercito serbio para que les dejasen entrar y divertirse siendo francotiradores. No porque tuviesen nada en contra de los bosnios o a favor de los serbios, sólo para vivir emociones fuertes al amparo del ejercito serbio, de las zonas tomadas y de las altas montañas. Así es el ser humano; intentemos (no) olvidarlo.

Después callejeamos por el barrio turco de las Palomas, entramos en algunos comercios (la zona es turística total, te venden fulares y pulseras en cada comercio, pero como las calles son tan diferentes sigues sintiendo mucho sabor local). Allí mismo buscamos un bar donde comer cevapi y nos aborda un hombre que cambiará nuestra mirada sobre Sarajevo, Jack.

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sábado, octubre 03, 2009

El viaje en tren a Sarajevo

A las nueve y medía de la noche partía el tren de Zagreb que debía depositarnos a las siete de la mañana en Sarajevo. En cuanto subimos, advertimos con júbilo que el tren se dividía en diferentes compartimentos, por lo que nos introducimos en uno y rezamos a dios para que ningún extraño se decidiese a perturbar la paz de nuestra habitación.

Una vez que llegamos a la conclusión de que pasaríamos la noche solas, comenzó la transformación: cerramos la puerta, subimos las maletas al portaequipaje, estiramos los asientos todo lo posible (el compartimento contaba con seis asientos, tres enfrente de otros tres, de modo que al estirarlos se unían unos con los otros formando una especie de colchón gigante que ocupaba todo el espacio), nos sacamos los zapatos, corrimos las cortinas de ventana y pasillos, nos cubrimos con nuestras toallas de playa, apagamos la luz y nos dispusimos a soñar con los angelitos.

Pero muy pronto un estruendo nos sobresaltó: ¿estaban abriendo la puerta de nuestro compartimento? ¿Alguien había encendido la luz? Se trataba del revisor, que tras advertir que su lengua era ininteligible para nosotras, se puso un poco nervioso y trató de hacerse entender mediante gestos. Cogió la mochila de Tera y hizo que Tera la abrazase repetidas veces, señalando hacia fuera. Raquel rápidamente comprendió: no quiere que dejemos las cosas tan descuidadas, por si nos roban. Cogimos los bolsos, con las carteras y las cosas de valor y los pusimos debajo de la cabeza. Pareció tranquilizarse y se fue.

Y volvió a los cinco minutos, acompañado de un jovencito que, como era estudiante, sabía un poco de inglés, y al que le resultó muy graciosa la tienda de campaña que nos habíamos montado. Nos contó (mientras el revisor afirmaba con la cabeza) que él solía hacer ese trayecto y que había muchos robos. Que el revisor nos recomendaba dejar la luz encendida y hacer turnos, para que una velara mientras otras dos dormían. Aseguramos que así lo haríamos y, ahora sí, mucho más tranquilo, el revisor nos sonrió y nos deseó (imagino) buenas noches.

Raquel veló el primer turno, del que yo, por supuesto, no sé nada, pero ella afirma que hombres muy sospechosos paseaban de un lado a otro. El segundo turno fue el de Tera, que se vio interrumpido por nuestro querido revisor, que finalmente, venía a por nuestros billetes. Raquel se despertó de repente, con el pelo revuelto, y cito textualmente: “yo me desperté sobresaltada, con el pelo caótico y él me lo colocó de forma tierna (y paternal) -no había nada sexual- que te acaricie un revisor de tren es extraño cuando menos”.

Finalmente me tocó a mí, saqué mi libro, me puse los cascos y desafié al sueño. Mi turno era el mejor, porque comenzaba a amanecer, así que dejé libro y cascos y me concentré en el paisaje que se empezaba a intuir, en las múltiples estaciones de tren donde hombres fatigados encendían la luz verde para que pudiéramos partir y mujeres de negro subían apresuradas al tren –es todo tan poético al alba-; en nuestro querido revisor, que cada vez que pasaba ante el compartimento, me saludaba expresivamente con la mano y fingía quedarse dormido, en los hombres que pasaban por delante con las manos en los bolsillos, y miraban hacia dentro, y volvían a pasar para asegurarse de que había alguien despierto, y sí, por supuesto, ahí estaba yo vigilando todos nuestros bienes materiales.

Bosnia me pareció un país de montañas abruptas y árboles casi horizontales. El color gris de la niebla de la mañana le prestaba al paisaje un tono onírico fantástico. Las montañas se sucedían muy rápido, mientras yo trataba de apresar aquellos postes telefónicos contra los montes. Pero sobre todo, Bosnia es un país donde en cada pueblo aparecen casas a medio construir. Casas en las que parece que no vive nadie, y casas en las que puedes apreciar cortinas en el piso de abajo, pero el piso de arriba, tras ser destruido, nunca se volvió a reconstruir. No eran ruinas, ni casas destruidas, eran casas dejadas a la mitad, o a los tres cuartos, o todo menos la pintura. Casas en las que las obras se habían limitado a la necesidad de hacerlas habitables.

(pd. Poco después, en una conversación con un amigo de Tera, éste nos contó que cuando él había cogido ese mismo tren, habían gaseado varios compartimentos para robar –pero no tuvo a bien avisarnos antes-. Quede claro que eso pasa en muchos sitios y que no lo asociamos al lugar en sí ni a la maldad intrínseca de sus habitantes –como susceptiblemente malinterpretó el amigo que hicimos en Sarajevo-).

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