El dualismo
Leo la historia de La Petite Anglaise. Una mujer que escribía en su blog cosas como que colgaba trabajo (¿hay una expresión equivalente a hacer pellas en ese mundo –oh, terrible- laboral?) para ir a reunirse con un amado. Una mujer cuyo blog era leído por nosecuántas personas. Una mujer a quien unos jefes llamaron para decirle que con su blog perjudicaba la imagen de la empresa, que eso era falta grave y que adiós. Una mujer que lo contó en su blog y voilà que una editorial (asiduos visitantes) le proponen publicar su blog en papel.
Una de esas historias de final feliz tras arduas vicisitudes. Como la envidia es el motor del progreso (como bien descubrió un lector ocasional) paso repaso rápidamente a todas esas iniciativas que iban a darnos la fama y a no permitirnos caer en el olvido. Pienso en Caodai, claro, pienso en Fraggelianas. Pienso en dónde quedó la santísima generación.
Al cabo de un rato (y escritura de inflamados mails llamando a la acción) consigo dejar de pensar en mí misma para pasar a pensar en ella: el modelo. Reconozco que no leí el blog en profundidad pero todo parece indicar que había muchos problemas instrascendentes y muchos amantes. Afirmaba (la mujer) que La Petite Anglaise era su vida condimentada con mayores dosis de emoción.
Y entonces uno se pregunta dónde diablos colocamos la emoción ahora. Cuando era pequeña escribí un libro (debería dejar aquí la información pero echaré por tierra mi imagen para demostrar mi tesis): la primera parte del libro era una sucesión interminable de a Menganita le gusta Fulanito a Menganita le gusta Zinzanito a Menganita le gusta Menganillo. Llegado el ecuador del libro yo debí de darme cuenta de que me aburría, necesitaba algo más. Pasar del amor a la sangre. Entonces metí unos cuantos asesinatos por medio para darle densidad.
No quiero destripar ninguna historia pero leí La princesa de Cléves y me quedé con una impresión parecida. Es un libro del siglo XVII, donde se repasan una y otra vez historias de príncipes, princesas y sus amantes. Una especie de recopilación de infidelidades. Pero al menos, en medio, destaca la pureza de la princesa de Cléves que se enamora a su pesar, pero se controla para nunca engañar al marido. Nosotros no podemos entender eso muy bien, porque si uno no está enamorado del marido, para qué dejar de estar con el amante ¿? Nosotros no lo entendemos muy bien y tampoco entendemos lo de morir de amor, como el marido de la princesa de Cléves. Morirse de amor es (y ahí va) inmaduro.
A uno lo dejas y tiene derecho a llorar, insultar, pasarse un par de meses con ojeras, pero ya está. La gente que exagera nos disgusta. Hemos abandonado ese estado hasta en las novelas (pero allí con abundante nostalgia). La gente ya no se muere de amor, igual se mata (y siempre acompañado de otro contexto), pero no se muere. Bien nos lo dice Cali, que mourir d'amour n'est plus de notre âge. Podemos recordar sin embargo Tristán e Isolda, Romeo y Julieta, nuestras historietas infantiles de teatro donde el final se acompañaba de un desplome general. Si no sé acabar el cuento los elimino a todos.
Para acceder al estado racional, nuestro proceso de maduración nos empuja a abandonar la intensidad, la sangre, el fanatismo y cualquier otro atisbo de primitivismo. Pero no dejamos de celebrarlos por eso.
Coexistismos entre la exaltación de la pasión y la asunción de su absoluta falta de pertinencia.
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