Haciendonos mayores...

viernes, mayo 29, 2009

Los japoneses y la Mona Lisa

Leía el otro día en el Magazine el artículo de Andrés Trapiello reconociendo al instante que yo podría caer en argumentaciones de esa calaña. Así que traté de tener una visión amplia que pudiese justificar el elitismo de quien dice que a la Victoria de Samotracia la hemos destruido entre todos (los turistas que sacan fotos de forma compulsiva), impidiendo que los que sí sabían apreciar esa obra de arte puedan recuperarla. Se quejaba Andrés de los museos llenos, como quien se queja de que el turismo accesible elimine la posibilidad de sentirse –oh dios mío- un viajero. Celebraba el cierre al público de las cuevas de Altamira para preservar unas pinturas amenazadas por la sobreexposición (aunque creo que en realidad sólo se ha restringido el número de visitantes al año).

Otro día discutía con una amiga. Ella (ecologista convencida) decía que creía que los parajes naturales debían cerrarse a la visita de los seres humanos, porque estos (nosotros), irremediablemente alteraban el hábitat de los animales. Yo, más por escandalizarla que por otra cosa, le decía que de que le sirve al ser humano unos parajes naturales que nunca podrá disfrutar. De que le sirve la belleza del mundo si le está vedada. Por supuesto, sé que esto no es verdad, no en estos términos. Sé que al hombre si le sirve que haya animales (de alguna forma indirecta) aunque no pueda entrar en su territorio. Sé que le sirve que haya árboles y plantas y naturaleza. Sé que no es sólo cuestión de utilitarismo, por otro lado.

Pero el arte es diferente, porque su principal razón de ser es –debería ser- comunicar. Porque no ganamos nada haciendo que la Victoria de Samotracia dure cien años más en perfectas condiciones si con eso hemos impedido que cien millones de personas la vean.

Porque quizá creamos que los que ven a la Mona Lisa a través del objetivo, la merecen menos que nosotros, los contemplativos, que ya no podemos disfrutarla tras todas esos cámaras japonesas. Porque no deberíamos olvidar que los demás, lo creamos o no, todos los demás, también son capaces de percibir la belleza. De conmoverse, incluso.

Lo que no entiende Trapiello es que la democratización de la cultura (probablemente inalcanzable) sería su éxito y no su fracaso. De que el hecho de que lleves a Mozart en la sintonía del móvil, nunca restará valor a la canción original.

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martes, mayo 19, 2009

Caramelos letales

Sé que debería hablaros de Eurovisión, que al fin y al cabo, fue el acontecimiento más importante del fin de semana. Debería hablaros de mi canción favorita, de mis pimientos rellenos y de mi opinión sobre la canción ganadora y la (acostumbradamente humillante) posición española. Sin embargo, como los viernes van antes que los sábados, os voy a hablar del concierto de Caramelos de Cianuro.

Caramelos de Cianuro son un grupo de Caracas, de ritmo fácil y letras profundas sobre los últimos polvos (tras la trágica ruptura) o un encuentro justo y necesario en los sanitarios -bueno, también tienen varias de amor puro, que conste-, pero como todo el mundo tiene sus (inexplicables) particularidades, a mí me llenó de júbilo que vinieran a Vigo a dar un concierto. A ellos, yo los conocí por error (craso error, como después comprenderéis), cuando jugando a ¿a qué no sabes más canciones que lleven la palabra ombligo? Busqué ombligo en el Emule.

¿Y por qué fue un error? Porque al parecer yo nunca debí conocerlos (y mucho menos amarlos), así que allí me vi, a las doce de la noche, infiltrada entre una multitud de venezolanos que se sabían todos los hits venezolanos que nos pusieron antes del concierto. Y aunque al principio yo estaba divertida ante la satisfacción que generaban los hits, llegó un momento en que fueron demasiados. Cuando se acabaron (dio tiempo a mucho como veis) nos pusieron canciones de salsa, que, por no ser malencaradas, bailamos con devoción.

Pero a medida que pasaba la noche empecé a comprender el anuncio aquel de la parsimonia y el carácter latino. ¿Por qué no llegan? ¿Por qué nadie se enfada? ¿Para qué he pagado? ¿Por qué no habré traído mi propio coche para irme de una vez? Cuando mis piernas se cansaron de bailotear bachata, merengue y hasta un poquito de reaggeton, me fui a hablar con un señor, a preguntarle si iban a tardar mucho más en salir. ¿Por qué, no te gusta la salsa? “Me vuelve loca la salsa, pero no he pagado para eso”. Bah, no te preocupes, están a punto de salir, bueno, supongo, porque la verdad es que aún no han llegado aquí.

Sin embargo, y aunque la noche no prometía, llegaron a los veinte minutos (solo dos hora y media tarde) y la pasión se desató. Las gentes gritaban y gritaban y aunque normalmente adoro el entusiasmo popular, yo estaba enfadada y no quería aplaudir a esos imbéciles. El que los presentó, llevado también por el candente ánimo de la turba, empezó a pedirnos que gritáramos más, y más aún, y que gritaran los de Caracas, y los de Blablablá, y los de Blablablú y que ¡Patria, socialismo o muerte! (ante la indignación de la venezolana que nos acompañaba).

El concierto en sí no fue mucho mejor porque el sonido era desastroso, pero al menos tocaron todas las canciones de mis años mozos y pude corear, y cuando tocaron las que no me sabía, me entretuve mucho viendo los ojitos que le ponía al cantante una de las quinceañeras.

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sábado, mayo 09, 2009

La pasión de los videclips

Cuando voy a las máquinas esas de correr y subir y bajar y pedalear en el gimnasio, siempre pierdo un montón de tiempo seleccionando el canal que hará que note menos que me está dando un paro cardíaco. La selección no es fácil, porque sólo hay: a) dibujos animados, b) extraños programas tipo España directo, y c) por supuesto, música. Normalmente veo 40latino (¿estoy confesando demasiadas cosas?), pero el último día había desaparecido. En su lugar tenía un canal de videoclips de hits internacionales con mucho ritmo que llevaba por título algo como aeróbic (o eso era el programa, no lo tengo nada claro).

El caso es que estuve viendo los videoclips intentando a toda costa fijarme en ellos y no en los minutos que me faltaban para llegar a ser una chica fit, y reflexionando, de paso, sobre cuán bella es la pasión en los videoclips. La pasión positiva la tenía ya muy clara, es esa que se acompaña de imágenes de mujeres semidesnudas (uy, parezco tope moralizante) restregándose contra hombres con la camisa semidesabrochada. Nada que objetar. Así que no debería quedarme impresionada tampoco ante la poca originalidad de la pasión negativa (la de te quiero tanto pero te voy a matar o te voy a matar porque me hiciste quererte tanto, tampoco sé). Vi un montón de videoclips diferentes en los que los ex – amantes a medida que discutían iban tirando platos y destrozando el mobiliario en general. A veces terminaban con un beso tórrido, por supuesto, porque tanto destrozo debía de ser metáfora de ese desastre interior que los poseía. ¿?¿?¿? Ya sé, ya sé, que lo que sale en la tele no es la realidad, pero al menos lo de que uno se dé cuenta de que ama a su amada cuando esta coge el tren y entonces él coge el tren siguiente y la busca por toda la ciudad y al final la encuentra y sellan su amor con otro tórrido beso sirve para que tú, cuando descubras que el amor de tu vida era ese chico, te atrevas a perseguirlo hasta Atenas (por ejemplo), lo encuentres y te sorprendas toda cuando vaya diciendo por ahí que lo acosas.

También pensé en la noticia esa de yahoo, que no llegué a leer pero me pareció muy sugerente: “prohibido besarse en las telenovelas por causa de la gripe porcina”. ¿Cómo lo solucionarán?, me pregunté inquieta. Después recordé lo de las películas de Bollywood, donde no hay besos. Mientras veíamos Bodas y prejuicios, mi madre me lo dijo. ¡Eso es mentira! grazné yo, ¡yo ya he visto esta peli y al final se besan, cómo no se van a besar!. No, no, dijo mi madre, lo explicaron antes, mucha sensualidad, mucho toqueteo pero no se besan. Me quedé hasta el final, y efectivamente, nadie se besaba en la boca.

No sé que tal lo habrán solventado los de las telenovelas, aunque ya se sabe que los retos agudizan el ingenio. De hecho, y ya puestos, yo votaría porque tampoco pudiera besarse nadie en los videoclips. Ni besos, ni platos rotos, ni lluvia, ni incendios, ni chicas semidesnudas bailando.

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miércoles, mayo 06, 2009

Salto mortal

Mayo es mi mes preferido. Empieza a hacer calor de verdad y la gente se emociona tanto que se agolpa en las playas (creo que al ir a la playa es cuando noto más la crisis y la alta tasa de paro, NO es normal que estén tan llenas). Por la mañana tempranito el ambiente es muy apacible, muy pre-calor y pre-actividad. Por las noches las terrazas se llenan de gente sonriente. Las calles huelen a crema solar e incluso a salitre. Y aunque todo vaya fatal, el tiempo al menos, contradice. Mayo es el jueves del año, cuando uno no solo se empieza a relajar y a pasarlo bien, sino que lo mejor, aún está por llegar.

En la playa, veo a unos niños botar sobre una pelota, dar un salto en el aire (un salto mortal!) y caer de pie, ante mi admirada mirada (y la de todos los demás bañistas). Me preguntó en que momento dejamos de ser capaces de hacer ese tipo de cosas. Me responden que cuando descubrimos el miedo.

De pequeña (empieza mi confesión) yo era la única que no saltaba desde el tejado de la fuente. O descubrí muy pronto las consecuencias de mis actos o tenía muy poca confianza en mí. De pequeña hacía el pino puente, pero un día me caí de espalda y pensé que me quedaría parapléjica (por supuesto sólo tenía una pequeña magulladura) y nunca más lo intenté. De pequeña también hacía saltos mortales frente a la piscina, hasta que el agua me hizo daño. Muy pocas veces tuve la valentía de (oh) tirarme de cabeza desde el trampolín. Y sólo probé mi ala delta hecha de cartón en la pequeña colina. Este miedo –o gran instinto de autoconservación, ya, seguro- nunca me pareció significativo.

Defendía que la vida real es una cosa y las proezas físicas otra, sobre todo cuando uno es patoso.

También de pequeña, tuve que saltar el plinton y dar una voltereta al caer. Algo hice mal que mi rodilla se encajó en mi ojo y allá fui yo durante un par de semanas con un bello (y muy llamativo) moratón en medio de la cara. Mi profesora, al verme, me obligó a hacerlo cuatro veces seguidas. Si no lo repites ahora, dijo, le cogerás miedo para siempre.

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